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Mar 14 2013

Oración del Fariseo y el Publicano Triódion

 

El desastre de la egopatia y la bendición de la humildad

Fariseo Publicano 2

Con la jaris y la caridad del Santo Dios hemos llegado una vez más al santo Triodion, el período festivo más sagrado y devoto del año eclesiástico. Este largo período, empieza con el Domingo del Publicano y el Fariseo y acaba el Sábado Santo; es el período del año más importante de nuestra Iglesia, porque da la ocasión en nosotros los creyentes a concienciar nuestro camino equivocado, corregirlo y reconsiderar nuestra actitud ante el Dios y nuestros semejantes. Esta catarsis (sanación) y corrección de nuestro camino terrenal es condición indispensable para poder, sanados y cambiados, a festejar la santa Pascua, de acuerdo con la sugerencia paulina, no como los Judíos típicamente en apariencia, sino  “que celebremos la fiesta con panes de levadura de sinceridad y de verdad”, expulsando y rechazando nuestra vieja levadura de maldad y mala astucia, (1ªCor 5,8).

  El primer Domingo del Triodion está dedicado a la muy didáctica o instructiva parábola del Publicano y del Fariseo; la cual el Señor dijo para enseñar la divina virtud de la humildad y para reprobar, machacar la arrogancia, exaltación eosfórica (luciférica o demoníaca). Enseñó esta parábola, “ A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola, (Lc 18,9). Es decir, el Cristo se motivó de la actitud hipócrita de los Fariseos, los cuales querían parecerse como escogidos, privilegiados y amados de Dios, despreciando los que no pertenecían en sus filas, como miserables y odiados de Dios.

El evangelista Mateo, de forma muy concisa y muy clara, rescató esta parábola de la siguiente manera: “Dos hombres subieron al templo a orary el que se hace humilde será enaltecido y glorificado de Dios, (Lc 18,10-14).

 La clase de los fariseos representaba la hipocresía y la autosuficiencia egoísta. Sus miembros, cortados absolutamente del resto de la comunidad judía, constituían, equivocadamente, la medida de comparación de la piedad y la ética para los Judíos. Era de tal manera la arrogancia, la exaltación y el orgullo personal de ellos, de manera que se habían convertido en tiranos del pueblo. El Señor en sus kerigmas no paró de fulminar y machacar la imposición tiránica de ellos.

«Mt 23.1 Entonces habló Jesús a las multitudes y a sus discípulos, diciendo: En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos. Así que, todo lo que os enseñan y digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Antes, hacen todas sus obras para ser vistos y alabados por los hombres.»

Al contrario los publicanos eran la personificación de la injusticia y de la pecaminosidad. Como recaudadores de impuestos de los conquistadores romanos, cometían injusticias, robos, extorsiones, usura y otras transgresiones atroces, por eso con razón el pueblo los odiaba. Eran ricos e injustos en sus actividades y esto intensificaba la envidia y la indignación del pueblo hacia ellos.

Dos tipos representativos de la sociedad contrarios. Y dos de estos tipos de representantes de la sociedad, subieron al templo a orar. El primero se creía piadoso, teniendo la autosuficiencia sobre su supuesta piedad ya como un hecho, paró con arrogancia ante el Dios y empezó a contar sus virtudes, las cuales eran reales. Las exponía con provocación, de manera que requería de Dios a recompensarle por ellas. Las contaba una a una en voz alta, para que sean escuchadas por los que se encontraban en el templo, haciendo también comparación con los demás y particularmente con el publicano que estaba orando.

 Lo contrario, el publicano realmente pecador, sintiendo su mal estado pecaminoso, con contrición y humildad, pide la misericordia de Dios. No tiene virtudes que contar, y aunque tuviese, estaban ahogadas en el mar de sus pecados. No se atreve a mirar hacia el cielo donde se encuentra el trono de Dios, sino que mira hacia la tierra, donde se comete el pecado. De sus ojos corren lágrimas, como desbordamiento de los pecados de su corazón. El tono de su voz es bajo, tan bajo que escucha solamente a Dios. Lo único que se escuchaba eran sus suspiros como un llanto de desesperación, depresión y desesperanza. No tiene el coraje de elevar sus manos, sino que golpea su seno, como si fuera pegando su viejo yo por tantos pecados grandes. Dentro de su contrición puede ver al Fariseo que egoístamente estaba parado a su lado, escuchando sus tonterías egoístas. Quizá escuchó sólo la última frase de él, de que no es justo como aquel y por supuesto estaría de acuerdo con él. Pero esta metania suya, su verdadera contrición, le convierte justo ante el Dios. Su oración es aceptada, al contrario que el hipócrita Fariseo, de quien no sólo no fue aceptada su oración, sino que acumuló para sí mismo más pecados, a causa de su egopatía.

 Los Padres de la Iglesia nos han designado que el primer Domingo del Triódion esta parábola del Señor sea didáctica, instructiva, para que conciencien los creyentes que el orgullo es la raíz incurable del mal del hombre, que le mantiene alejado de la sanadora jaris (energía increada) de Dios. Cómo la humildad es el antídoto sanador y salvador de la catástrofe del camino que la egopatía conduce al hombre; la cual es el obstáculo para la sanación y salvación. Esta autosuficiencia egoísta, como un estado muy enfermizo, impide la sensación y concienciación de la pecaminosidad y la disposición para la metania. (Introspección, arrepentimiento y confesión).

Egoísmo y metania son dos conceptos opuestos e incompatibles.  La una niega la otra. Las puertas de la psique del hombre egópata están herméticamente cerradas para la divina jaris increada y por consecuencia es imposible su sanación y salvación, mientras persiste en su aislamiento egoísta.

El orgullo y el egoísmo son situaciones eosfóricas (demoníacas, luciféricas). El primer maestro que enseño es el eosfóros (lúcifer, demonio), quien no podía considerar a sí mismo inferior que el Dios y su creador, por eso pensó montar su trono sobre Su grandeza, “Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo”. (Is 14, 13-14)

Pero esta decisión suya arrogante tuvo como resultado no sólo de no realizar su propósito, sino perder también su doxa (luz de luces increada) y el honor que le había regalado el Dios y caer en el extremo descrédito. Y aún, con incontable odio y envidia, quiso transmitir también al hombre, que la corruptora y catastrófica costumbre del egoísmo es creación puntal de Dios. Convenció a los primeros en ser creados que supuestamente eran capaces de hacerse dioses por sí solos (Gén cap. 3º), co-arrastrándolos en su desgracia y catástrofe.

  Exactamente esta situación tiene en cuenta nuestra Iglesia y estableció el período solemne y sobrecogedor del Triodion, que señaliza el estado post caída del género humano, que empieza machacando al egoísmo, como la causa inicial de la caída y después el camino dramático del hombre. Nos llama hacer un sacrificio grande en estos días sagrados que siguen. Sacrificar nuestro egoísmo, como un sacrificio gustado por el Dios, porque “el sacrificio a Dios con espíritu y corazón quebrantados y humildes, el Dios no los extenúa” (Sal 50,19). Considerar nuestro yo egoísta como el peor y el más peligroso enemigo nuestro, porque si no lo vencemos nos vencerá él y nos mandará para siempre a la perdición.

  Es de esencial importancia el logos de nuestro Señor: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se hace humilde será enaltecido, (Mt 23, 11-12). El verdadero siervo para el Cristo es aquel que pone a sí mismo como siervo de los demás y se considera inferior a los demás. Igual de importancia esencial es también Su afirmación: “De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros a la realeza (increada) de Dios”, (Mt 21,32), que significa que nuestros cohabitantes al paraíso serán pecadores con metania, en cambio estarán ausentes aquellos que están sin metania, creídos que son justos.

El período del Triódion es por excelencia lucha contra la egopatía y ascesis sobre la virtud de la humildad, como monódromo (camino único) para nuestra sanación y salvación. Constituye el espacio preparativo antes de la Pascua, la preparación ontológica (real y existencial) de nosotros los creyentes para la sublime y brillantísima fiesta de nuestra Iglesia. Para nuestra catarsis (sanación) psicosomática de todos aquellos virus y manchas que infectan nuestra existencia y nos convierten en existencias enfermizas, decaídas de nuestra autenticidad. Nuestra participación en el iluminante Festejo de los festejos (la Pascua) requiere renovación personal y particular rechazo de nuestro egoísmo; de lo contrario la resucitadora luz (increada) sin crepúsculo mostrará nuestra suciedad psíquica y no podremos convertirnos en partícipes de nuestro Redentor Resucitado, dejando intocables las inefables donaciones de la Resurrección.

Es necesario, pues, tal como nos exhorta el apóstol Pablo que “se forme el Cristo” en nuestra existencia (Gal 4,19).Y nuestra formación en Cristo empieza por la expulsión de la egopatía y la adquisición de la humildad, la cual solamente ella puede elevarnos al trono de Dios” Amín.

Lambros Skontzos Teólogo y Profesor

Traducido por: xX.jJ

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