La educación que da nuestra Iglesia Ortodoxa con el Culto Divino, la teología Patrística, la vida Monástica, es educación de la zéosis, educación “zeantropocéntrica”, dioscéntrica, teniendo como centro al Zeánzropos, (Dios-hombre), Cristo.
Ésta da gran alegría a nuestra vida cuando conocemos el gran destino que tenemos, la felicidad y la bienaventuranza que nos espera.
Cualquier dolor, cada prueba y angustia de la vida se dulcifican con la perspectiva de la zéosis.
Cuando luchamos con la perspectiva de la zéosis, evidentemente mejora nuestra actitud hacia nuestros semejantes. Es decir, cuando nos vemos el uno al otro como candidatos iguales a ser dioses. ¡Cuánto se profundiza y gana en esencia entonces también la educación que damos a nuestros hijos! ¡Con cuánto gusto divino aman entonces y respetan el Padre y la Madre a sus hijos, que con la Jaris de Dios trajeron al mundo, sintiendo la responsabilidad y la santa misión que tienen que cumplir con ellos, ayudarles a conseguir la zéosis, su finalidad y propósito de la vida! Y naturalmente, ¿cómo los ayudarán si no se dirigen ellos mismos a este fin, la zéosis? Pero también ¡cuánto aprecio y autoestima tendremos hacia nosotros mismos, sin nuestro egoísmo y orgullo que son contrarios a lo divino, cuando sintamos que estamos creados para esta gran finalidad!
Los santos Padres y los teólogos de la Iglesia dicen sobre todo que superando la filosofía antropocéntrica del egoísmo y egolatría, nos hacemos realmente personas, verdaderos humanos. Encontramos a Dios con respeto y amor, y a nuestros semejantes con verdadero aprecio y dignidad, viendo en ellos no objetos de emoción, de placer y explotación, sino como imágenes de Dios predestinados a la zéosis.
Mientras estamos cerrados en nosotros mismos, en nuestro yo, somos individuos y no personas. En cuanto salimos de nuestra cerrada existencia individualista y empezamos, de acuerdo con la educación de la zéosis – con la Jaris de Dios pero también con nuestra cooperación, sinergia – a amar, a entregarnos más y por encima de todo a Él y a nuestro prójimo, nos hacemos personas verdaderas. Esto es cuando nuestro yo encuentra el Tú de Dios y el tú del hermano, en aquel momento empezamos a recobrar nuestro yo perdido. Y es que dentro de la comunión de la zéosis, para la cual hemos sido creados, podemos abrirnos, comunicarnos, alegrarnos los unos a los otros de verdad y no de manera ególatra y egoísta.
He aquí la moral de la Divina Liturgia, en la cual aprendemos a superar el camino estrecho del interés personal, egoísta, hacia el que nos empuja el diablo, el pecado y nuestros pazos, faltas y errores, pasiones y apegos y así abrirnos, en comunión de sacrificio y amor en Cristo.
Esta sensación y sentimiento de tan magnífica llamada, es decir la zéosis, hace descansar real e íntegramente al hombre.
El humanismo ortodoxo de nuestra Iglesia se basa en esta gran llamada del hombre y por esto valora hasta lo máximo todas las fuerzas del hombre.
¿Qué otro humanismo, por muy progresista y muy liberal que parezca, es tan revolucionario como el humanismo de la Iglesia, que puede hacer al hombre Dios? Sólo la Iglesia tiene este magnífico humanismo.
Por eso especialmente en nuestros tiempos, cuando muchos intentan engañar a los demás, y sobre todo a los jóvenes, promocionando sus falsos humanismos, que esencialmente mutilan al ser humano, y no lo integran ni lo completan, tiene especial valor y profundo significado la insistencia y firmeza de esta educación de la Iglesia.